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La fuente de la Dama Luna texto de Teresa Puppo

 

Las estructuras que exhibe Verónica Artagaveytia en la exposición “La fuente de la damaluna” son contradictorias, ambivalentes, proponen diálogos abiertos. Pueden reflejar un brillo hiriente del sol o la ternura de las hojas de los árboles moviéndose con la cadencia de una brisa suave, o los colores de las carpas que nadan, indolentes, con apariencia  indiferente. Inmóviles o apenas hamacadas por el viento reflejan la inmediatez de las personas que pasan, de las nubes, de la luna, el sol, el vuelo de un pájaro, son superficies reflejantes que espejan los movimientos del entorno.  

La luz incide en los metales, revela secretos inscriptos en los rincones, en los pliegues, y su reflejo sugiere, engaña, trastoca. Las distintas superficies reflejantes deforman, desacomodan.  La luz genera sombras. Las estructuras metálicas, la combinación de la rigidez del metal frío y la liviandad de las formas redondeadas o espiraladas sumadas a los reflejos cambiantes del mundo circundante generan una contradicción.  La luz es energía de interacción y las esculturas se apropian de esa energía y la comparten. 

Los materiales por los que tradicionalmente opta Verónica para crear sus trabajos son el barro, la cera, el aluminio, los guijarros. O las telas bastas como el algodón y la lana. Las piedras de sus antijoyas son recogidas en un arroyo o pulidas por  el mar -o por qué no, encontradas al costado del camino.  Son piedras comunes, ligeras, vagabundas y errantes. Y elige un metal, el aluminio, como el material preferido para trabajar sus esculturas. Uno de los metales más populares, un metal común, muy abundante en la corteza terrestre. El aluminio no es un metal “precioso” como el oro o la plata, no es un metal de “gran valor”, al contrario, es un material de bajo costo y es el metal que más se utiliza después del acero. Elije premeditadamente un metal pobre  buscando la belleza de lo austero, del material ignorado, dejado de lado. No son piedras preciosas las que usa, no son metales preciosos  y caros, representantes de jerarquías y clasificaciones. Tampoco  usa los brillos falsos y pretenciosos de las imitaciones. Si trabaja con brillos, trabaja con los brillos espejantes de las superficies pulidas de las esculturas, con los brillos que reflejan y crean vínculos con la naturaleza o el entorno. 

Al entrar al claustro, luego de atravesar los jardines y las antesalas del edificio, nos recibe el sonido del agua, un diseño sonoro sutil y potente realizado por Juanita Fernández.  Un diseño que se realizó en función de los conceptos  que Verónica propuso; el material de la pieza, el número de figuras geométricas, la fuente y el agua. Juanita trabajó con agua y metal y con el número cinco vinculando el número a las alturas de los sonidos, para lo que utilizó la 5ta octava. La Damaluna está representada por sonidos muy agudos que se generan en un instrumento metálico, un vibráfono, frotado con un arco, formando líneas sonoras a modo de canto. A  la grabación del agua de la fuente, se le suman muchas grabaciones comprimidas de metales que hacen figuras sonoras aludiendo a las cascadas que hay en la muestra, son figuraciones que dan una vuelta, se hunden, juegan.

Verónica nos convoca a unirnos con la naturaleza, con sus sonidos, con el canto de los pájaros, con las notas del viento y del agua y también con la potencia de las fuerzas desatadas. Las espirales, con su simbología de vida y muerte, del ciclo infinito de la naturaleza, rodean la fuente donde descansa, bañándose, la Damaluna, el epicentro de la muestra. El agua recorre el metal generando brillos movedizos que conciertan con los movimientos suaves de las carpas de tonos rojizos. Otra  Damaluna, desde el fondo de la fuente donde yace sumergida, engaña y genera desconcierto.

Cada una de las esculturas que recibe a los visitantes tiene un nombre. Verónica las va nombrando y al nombrarlas, les confiere existencia de cuerpos vivientes. No son objetos inertes. “Ella” es la Espiral Emplumada. Cada una de sus espirales tiene una virtud; una es una espiral clásica convertida en Cascada, a otra la define como Airosa. Aquélla es Cascada de luz. “Tiene levedad”, asegura, “tiene el apriete de la desesperación”.  Y sus Felices Formas Femeninas, que  son felices por lo redondas, felices por el trazo amplio y generoso, felices porque proceden de mujeres, escoltan a la Damaluna. Todas provienen de la mujer madre, la mujer tierra, la mujer barro. Mujer de la arena y de las piedras comunes. 

Las Damaplumas/Damadagas están colocadas como gárgolas o como quimeras, a ambos lados de la puerta custodiando la entrada, o vigilando las espirales del claustro. Pero si custodian, lo hacen desde una mirada matriarcal. Las dagas, armas de doble filo, continúan con la ambivalencia de las esculturas, de los materiales, de las formas que maneja Verónica. Si bien las dagas, como los cuchillos, tienen una reminiscencia fálica, estas dagas son generadas desde una forma femenina, desde la más primitiva de las formas femeninas de la época de los matriarcados, las Venus paleolíticas. 

Spirae, una pluma espiralada, señala al cielo, a la tierra, al aire. Verónica incorpora el fuego al momento del corte de los metales. Más allá de sus características físicas, los llamados cuatro elementos de la naturaleza -aire, agua, tierra, fuego- contienen sedimentos conceptuales que revelan una simbología arcaica. Para la artista, “la forma espiral es una forma de la naturaleza, es perfección y armonía”. Según afirma Mircea Eliade, el simbolismo de la espiral es complejo y de origen incierto, pero se puede decir que, para la mayor parte de las tradiciones antiguas, las espirales son el símbolo de la creación y evolución de todo el Universo. 

Más allá del claustro, ocultas en el parque, entre los árboles, vuelven a aparecer las aves para recordarnos que la naturaleza está ahí, siempre presente, con toda su potencia. 

 

Teresa Puppo, 2020

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​Mircea Eliade (1907-1986) está considerado como uno de los más relevantes historiadores de las religiones.

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